Jesús María Silveyra

domingo, marzo 17, 2013

SAN FRANCISCO DE ASÍS



 Fuimos hasta el ristorante que tenía una terraza con vista panorámica sobre el valle. Estábamos en Asís, en lo alto de la ciudad que parecía sacada del Medioevo. Piedra y silencio, junto a la via Metastasio. A dos meses del Jubileo del año 2000. En el punto del espacio donde parecía posible el diálogo interreligioso. Saqué un cuaderno de la mochila, pedí permiso a la dueña de casa y mirando las columnas de humo que subían de los campos incendiados para renovar la tierra, comencé a escribir. Mi esposa, seguramente, pensó que debía tenerme paciencia porque me tomaría toda la tarde volcar lo que tenía dentro. De algo estaba segura, tendría que ver con Francisco, el santo de Asís. ¿Por qué? Pues estuvimos toda la mañana siguiendo la pista de su historia por los lugares que había frecuentado en la región y, al salir de la iglesia de "San Damiano”, yo le dije algo, como que el crucifijo me había hablado, igual que ochocientos años antes lo había hecho con el hijo de Pedro Bernardone y doña Pica. “¿Qué cosa te dijo?”, me preguntó. “¡Ve y escribe algo sobre el santo, porque a la gente le hace bien recordarlo!
Ahora, ella me observa, entusiasmado, garabateando las hojas, dando vuelta las páginas que el viento pretende arrancarme de las manos y arrojarlas sobre un valle desolado de palabras. Lo hago sin mirarla, por el misterioso mandato de una voz que creo haber escuchado en “San Damiano”.
 Cuando levanto los ojos, apenas si miro allá en lo bajo esa joya que es la campiña de la Umbría italiana. Pienso. Me rasco la nuca como lo hacía mi madre. Abro la boca. Suspiro. Vuelvo sobre el papel. Largo. Suelto. Imagino. Escribo. Grabo las palabras sobre el abismo de un vacío que deja expuesto el magnífico valle. ¿Qué más podía decirse de San Francisco? Había tanto escrito, representado y hasta filmado…

 

Francisco, el Poverello, el Pobrecillo, sube al monte Subasio desde el río Torto. Lo hace dejando atrás la ciudad de piedra y sus murallas. Está muy flaco. Arropado con el hábito que ha copiado de los campesinos. Ceñido con una cuerda sencilla, anudada a la cintura. Los pies descalzos. La barba crecida. Las manos huesudas enseñando una enramada de venas oscuras. Los ojos perdidos en lo alto del cielo gris que trae frío y probablemente nieve.
Camina solo, más allá de la Rocca Maggiore. Detrás lo sigue alguno de sus primeros discípulos: Bernardo de Quintaval o Pedro Catáneo. Debajo está el valle que parece un damero con sus distintos tonos de verdes, ocres y marrones. Cuadrados de viñedos y olivares, rastrojos de trigo o cebada, afortunada tierra preparándose para recibir el crudo invierno que se avecina.
 Sube la colina. Busca a Dios. Intenta discernir su voluntad para la comunidad creciente de hermanos que vive en el tugurio de chozas de Rivo Torto. Atrás quedó su conversión, la reparación de la iglesia de  San Damiano y la reconstrucción de la Porciúncula. Atrás, el cambio de hábitos, el abandono de la casa paterna y el descubrimiento evangélico aquel día de San Matías. Atrás los primeros seguidores, las prédicas y los viajes de dos en dos por las regiones vecinas.
Son cosas del pasado. Ya no son tres o cuatro locos sueltos pidiendo limosna por las calles de Asís. Son varios hermanos viviendo en chozas de barro. Y él debe discernir por los demás. Porque son muchos los que siguen llegando y debe actuar como guía de la comunidad.

 Allá va Francisco, el hijo del rico mercader de telas que, según dicen, un día se volvió loco de remate. A tal punto, que su padre lo desheredó en presencia del obispo y buena parte de los habitantes de la ciudad. ¿Saben lo que hizo? ¿Lo saben? Claro, esta parte de su historia es bien conocida y fue vista cientos de veces en el cine. Pues sí, Francisco se quitó las ropas y se las devolvió a don Pietro Bernardone, quedándose desnudo frente al pueblo, hasta que el obispo reaccionó y mandó cubrirlo, mientras Francisco gritaba que en adelante su Padre sería únicamente el de los cielos y la gente comenzó a reírse de él y don Pedro se retiró ofuscado y a doña Pica se le cayó una lágrima y la bella Clara se ruborizó y a Francisco le pareció que en todo caso el que estaba loco de remate no era él sino el mismo Jesucristo que había invertido los valores del mundo con su mensaje evangélico: “Los últimos serán los primeros”. “Quien pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”. “Perdonen setenta veces siete”. “Háganse como niños”. “Amen a sus enemigos”. “Si quieren ser perfectos, vendan todo lo que tienen y denlo a los pobres”. “Pongan la otra mejilla”. “El que se humilla será ensalzado”. “Niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme”… 

 Francisco sube al monte en el que los benedictinos tuvieron un pequeño monasterio que la guerra de diez años entre Asís y Perusa ha destruido y, donde él, hace ya tiempo halló las mismas grutas para retirarse a orar y pedirle al Señor que le siga hablando. Porque necesita saber qué más quiere de él y de la comunidad de hermanos menores. No, no debe ser una Orden puramente contemplativa, pese a que con ella la vida de extrema pobreza parecería concordar más.
El ideal de Francisco es la vida apostólica y, en especial, la predicación. “Vayan por el mundo anunciando la Buena Noticia”. “Prediquen que el Reino de los Cielos está cerca”, era lo que había escuchado y releído cientos de veces en aquel evangelio de Mateo. En ese caso, ¿cómo sería posible armonizar la vida de pobreza con la predicación? ¿Acaso para predicar no se necesitaba un poco de instrucción? ¿Y la instrucción un claustro, y el claustro tiempo libre para los estudios? ¿Y para contar con tiempo libre, no haría falta alguna renta proveniente de la tierra? ¿Cómo entonces sería posible seguir viviendo en chozas, casi como nómades, trabajando por el sustento diario o pidiendo limosna y al mismo tiempo salir a predicar?
Sin embargo, Francisco no piensa en los conocimientos teológicos, sino simplemente en dar a conocer el mensaje evangélico. “¡Conviértanse, porque  el Reino de Dios está cerca!”. Aunque no todos piensan lo mismo que él y comienzan a discutir sus ideas. No sólo dentro de la comunidad, sino entre los obispos. Algunos opinan que es imposible vivir sin alguna propiedad. Que la futura Orden debiera tener tierras donde asentar claustros y obtener alimentos para asegurar una buena formación a los hermanos. Que tendrían que imitar a quienes siguen la regla de Benito de Nursia. O, al menos, poder acumular especies o dinero de un día para el otro, como para asegurar el  sustento en días difíciles.
Pero Francisco se niega a cualquier posibilidad que lo aparte de lo que el Señor en su momento le ha hecho saber. La vida apostólica no es otra cosa que cumplimentar lo que hicieron Pedro y Pablo. Anunciar el Evangelio viviendo al mismo tiempo del trabajo de las manos o de la generosidad de los demás.

 Por eso necesita retirarse otra vez y, en el silencio de la contemplación, decir como Samuel: “Habla Señor, que tu siervo escucha”. Siempre ha sido igual. La voz del Señor saliendo del misterio de la oración, de la fiebre, el éxtasis o los sueños. Suave al comienzo. Creciendo como un torrente hasta acallar el resto de las voces y sonidos, después. Cubriendo todo su ser y la atmósfera circundante, más tarde. Volviéndose imperativa. Demandando una respuesta. Transformando su negación humana, en un sumiso sí como el de María, la madre de Jesús.
 Un sí, como aquel que le diera en la cárcel de Perusa, después de la derrota del ejército de Asís; o tiempo después, cerca de Spoleto, cuando quería marchar de nuevo a la guerra; o ante esa voz que le mandaba regresar a casa, diciéndole: “Retorna a tu patria y allí te será dicho lo que has de hacer…”. Un sí, como en la iglesia de San Damiano, escuchando la voz del crucifijo: “Ve, pues, Francisco y repara mi casa que se viene abajo…”; o como ante aquel extraño pedido celestial de vencer la animadversión a los leprosos y comenzar a cuidarlos. “Francisco, si quieres descubrir mi voluntad has de aborrecer y despreciar cuanto hasta ahora has apetecido sensualmente. Y cuando hayas comenzado a hacerlo, todo lo que antes te era grato, se te cambiará en intolerable; y lo que antes detestabas, será para ti grande dulzura y alegría inmensa”. 
 Francisco siempre lo recordaba. Dando este último sí, pese a la repulsión y el asco que le despertaba la lepra. Jamás podría olvidarlo. Una boca retorcida y la nariz partida al medio. La campanilla del leproso sonando tras las encinas. Y él, dudando... El pánico. El querer volverse, pese a la claridad del día y el hermoso paisaje circundante. La campanilla más cerca, tras los árboles. Y él que se detiene. Y le viene a la mente la imagen de la mujer de Lot, convirtiéndose en una estatua de sal por mirar atrás.
Rayos, truenos, fuego. Destrucción. Y el leproso apareciendo junto al encinar. Un muñón en vez de brazo. Los dedos que faltan dejando un sitio vacío en la mano. La boca roída. El deseo de amar empujando. Y allá viene. Y mirarlo, más allá de la repulsión y también del asco. Acercarse. Tocarlo. Besarlo. Compasión. Con pasión. Con la misma pasión de Cristo en el Calvario, hasta descubrir en el leproso al crucificado.

 Francisco sabe que no basta con todo lo hecho hasta ahora. Cada día es un volver a empezar. Pero la Hermana Pobreza le ha abierto los ojos a la bondad divina. Él es como un lirio del campo o como las aves del cielo. No necesita más que ellos. Le basta con su existencia y con el amor de Dios que en él rebalsa y se trasmite en un amor a cada uno y a cada cosa creada. Le basta con su amor al sol, la luna y las estrellas. Le basta con la tierra, el valle, el monte, la colina, las fuentes y los arroyos. Le basta con la lluvia y el rocío, con el fuego y la escarcha, con los hielos y las nieves, con la luz y las tinieblas. Le basta con los peces del agua, las fieras y ganados. Le basta con las flores y las mariposas, con el viento, el lobo y el cordero. Sí, claro, y también con el evangelio de Mateo que escuchó aquel día de San Matías en la pequeña Porciúncula: “Por el camino proclamen que el Reino de los Cielos está cerca. Curen a los enfermos, resuciten a los muertos, purifiquen a los leprosos, expulsen a los demonios. Ustedes han recibido gratuitamente, den también gratuitamente. No lleven encima oro ni plata, ni monedas, ni provisiones para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón; porque el que trabaja merece su sustento”.
Era sencillo. En el mensaje de Cristo estaba la forma de vida reservada para él y los que quisieran seguirlo como los primeros discípulos. Dejándolo todo. Casa. Padre. Madre. Hermano. Hermana. Oficio. Barca. Red. Buey. Arado. Pertenencias. Posesiones. Repulsiones. Ascos.

 Francisco ya está cerca de las grutas, de las Carceri, y recuerda aquello del propio San Benito. “Por la exaltación se baja y por la humildad se sube”. Otro mensaje invirtiendo la lógica del mundo. Subir por las escalas de la humildad. Más allá del orgullo, la soberbia, el amor propio y toda vanidad. Lo sabe bien, la señora Pobreza le ha abierto las puertas de la Humildad. Lo ve. Lo escucha. Hasta puede imaginarlo. Jesucristo se agacha a lavar los pies de sus discípulos. “Si yo, que soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes”.
¿Me escuchas, Francisco?, parece decirle el Señor. La humildad es lo primero. El despojo. Hacerse servidor de todos. Vaciarse. Nada, Francisco. Ya te lo he dicho. Nada. Ni oro, ni plata, ni monedas, ni alforja para el camino, ni provisiones, ni dos túnicas, ni calzado, ni bastón. Nada. ¿Me escuchas? Nada, de nada. Tú lo sabes. Fue lo que le dijiste a Bernardo de Quintaval antes de que vendiera todo y se lo entregara a los pobres. Escuchar la Palabra y ponerla en práctica. Muy sencillo. Sólo Dios basta. Repítelo, Francisco. Mira con mis ojos. Contempla. Todo invertido. “Porque es dando que se recibe y perdonando que se es perdonado. Porque es muriendo, que se resucita a la Vida Eterna”. Repítelo a tus hermanos pese a que se resistan. Ponlo como regla de vida aunque la crean difícil de cumplir. Nada, Francisco. Sólo el afán de cada día. Que cada uno trabaje en lo suyo y si no les alcanza para comer pues pidan limosna, pero que no quede nada entre ustedes de un día para el otro. Sólo yo, que no tuve dónde reclinar la cabeza.


 Mi esposa me mira mientras bebe algo que le ha traído la dueña del restaurante y ordena un poco de formaggio y proscciutto…Yo sigo absorto en lo que escribo. ¿De dónde me viene todo esto? ¿Qué misteriosa voz es la que habla a través de mi mano? La escucho. Rasguidos sobre el papel. Y de la nada, las letras. Negras letras húmedas de tinta. Imágenes del corazón. Postales del alma. Bocas que se mueven en el silencio de la palma. Y las yemas persiguiendo al sonido hasta que se vuelve lengua en la palabra. Sí, Palabra. En este caso, la que parece estar diciéndome Francisco de Asís desde aquel remoto año de 1210, mientras cansado llega hasta las grutas del monte Subasio balbuceando un rezo sin palabras.

 
Francisco entra en las grutas cavadas en la roca fría, abiertas en la carne viva de la montaña. Desciende en busca de una respuesta del Señor. “¿Quién eres, dulcísimo Señor Dios mío, y quién soy yo, gusanillo siervo tuyo? Santísimo Señor, quisiera amarte. Dulcísimo Señor, quisiera amarte. Señor Dios, yo te he dado todo mi corazón y mi cuerpo, y deseo con gran vehemencia, hacer otras muchas cosas por tu amor, si llego a entender que te agradan”.
  Francisco se agacha, se inclina, se acuesta. Hunde su cuerpo dentro de la gruta, apoya su delgada figura sobre la piedra muda. La punta de los pies, las rodillas, el vientre, las costillas, la mejilla, todo haciendo natural fuerza de gravedad contra la dureza de la roca que nada le dice pero que lo recibe y lo deja tenderse sobre ella como si se tratase de un amigo. Respira lentamente. Aquieta su espíritu. Aleja todo pensamiento que pueda apartarlo de Dios. “¡Dios mío y todas mis cosas! ¡Dios mío y todas mis cosas! ¡Mi Dios y mi todo!, y no otra cosa”, repite hasta el llanto, porque es tal el amor a Dios que en el diálogo con Él siempre se hace presente el llanto en sus diversas formas. Triste y amargo por la soledad, gozoso por la compañía, ardiente de dolor cuando aparecen los estigmas, rebalsando de dulzura, pegajoso de nostalgia, cristalino de alegría.
Sí, alegría de anunciar la Palabra enviando a sus hermanos a salir del valle y llevar a todo el mundo la Buena Noticia: “Vayan, pues, amados compañeros, anunciando el evangelio de la paz y la penitencia. Sean pacientes en las tribulaciones, respondan con humildad a los que los interroguen, bendigan a los que los persigan, muestren gratitud hacia los que los traten injustamente y los calumnien, pues por todo ello será mayor su recompensa en el cielo. Y no se avergüencen de ser hombres sin letras, porque no serán ustedes los que hablen, sino el Espíritu del Padre celestial”.

 La pequeña hendidura de la roca permite el ingreso de un haz de luz y el bucólico murmullo de las palomas que se pasan la siesta en el encinar que aún hoy existe en el lugar. Francisco deja el llanto ardiente que le quema los ojos y escucha como la luz le trae el murmullo de las aves que tanto ama. Las aves que no se preocupan por el mañana. Ni qué comerán, ni con qué se vestirán. Las aves que no siembran, ni cosechan, ni acumulan en graneros. Las aves que vuelan en libertad con lo que llevan puesto y abandonan sus nidos en la estación seca.
 El rayo de luz del Hermano Sol. La voz de las Hermanas Palomas. El silencio de la Hermana Roca. Todo tan bello. Y él tan agraciado por el Señor Dios de la Creación, que en el silencio de la gruta le hace conocer la respuesta. La misma respuesta en la que cree hace ya tiempo, pero que su pecado aleja en la duda propia y de los otros, porque la carne es débil y la exigencia es mucha.
Vivir según la fórmula del santo Evangelio. Es el deseo del Señor y de Francisco. Que poseyesen las menos cosas posibles. Que trabajasen con sus manos para ganar el sustento. Que si el trabajo no bastaba, acudiesen a los otros en demanda de auxilio. Que no se tomaran ociosos cuidados, ni acumularan bienes superfluos. Que se mantuvieran libres como las aves, sin dejarse prender por los brazos del mundo. Que cruzasen por la vida dando gracias a Dios por sus dones y alabándolo por la belleza de sus obras. Que, en fin, anduviesen como extranjeros y peregrinos en este mundo.
 Sí, claro, es bien sencillo. Abrazar a la Hermana Pobreza. Porque el Señor tampoco había tenido donde reclinar la cabeza. ¡Es eso! Ser pobre en todo sentido. Apartándose de toda avaricia. Ese debe ser el corazón de la Regla de Vida. “Todos los frailes procuren seguir la humildad y pobreza de Nuestro Señor Jesucristo, y acuérdense que ninguna cosa nos es necesaria de todo el mundo sino como dice el Apóstol: ‘Teniendo que comer y con que cubrirnos, con estos nos contentamos y no queremos más’… Acuérdense que Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, Todopoderoso, puso su rostro como piedra durísima a los golpes y afrentas del mundo, ni se corrió de ser pobre y huésped, y vivir de limosnas, él y la bienaventurada Virgen su Madre y sus discípulos”.
 ¡Ay, pero qué duro, Señor!, parece responder el Poverello. No creas que a mí no me cuesta. Yo que lo tuve todo y dormí en cama de plumas y siempre me senté a cenar en una mesa abundante y no me faltó el abrigo, ni el techo, ni una madre que me despertara por las mañanas con un beso, ni un padre que me diera de sus telas para lucir elegante en el pueblo, ni criados que hicieran por mí los mandados, ni educación, ni viajes fuera de Asís, ni amigos nocturnos con quienes gastar el dinero, ni jóvenes dispuestas a ir conmigo a donde quisiera, ni fama de caballero, ni sueños de grandeza…

 

 Sigo garabateando las hojas. La noche ya ha extendido su cinto de titilantes estrellas regalándonos el don de una luna inmensa que baña de plata esta ciudad mágica enclavada sobre el monte. Regreso con Francisco a la gruta del monte.

 
El santo se ha quedado dormido. La cabeza reclinada sobre una tabla. El cuerpo sobre su amada roca. Los pies siguen descalzos. Ya no entra luz por la hendidura, ni se escucha el bucólico murmullo de las tórtolas, sólo el sesear del viento contra las encinas. Francisco sueña con un sueño que pronto tendrá el Papa Inocencio III.
El Sumo Pontífice está en Roma. Francisco en el monte Subasio. El Santo Padre soñará que la iglesia de San Juan de Letrán se tambalea. Que la basílica construida por Constantino en honor de los dos Juanes (el Bautista y el Evangelista) tiembla y está a punto de caer. Que la torre se inclina y se quiebran las paredes. El Papa contemplará espantado desde su palacio el terrible espectáculo de la Iglesia cayéndose. ¿Por qué? ¿Por qué? Querrá gritar y no podrá hacerlo. Querrá juntar sus manos para rezar y tampoco lo logrará.
 Francisco se mueve sobre la roca hasta acurrucarse en posición fetal. La voz del encinar ingresa por la oscura hendidura trayendo más frío y oscuridad. El Papa, en Roma, todavía no ha soñado aquello, pero Francisco ya corre por la plaza de Letrán. Se llega al pie de los muros de la iglesia. ¡Es tan pequeño ante semejante construcción! Arrima su espalda al muro. ¿Qué cosa puede hacer él, el gusanillo, el poca cosa, la avecilla, la pluma, la cola, el ala?
Hace fuerza contra el muro y comienza a aumentar su tamaño. Sí, Francisco crece mientras la Iglesia tiembla y el Santo Padre no sabe qué hacer. Crece tanto hasta que rebasa la altura de la iglesia, sostiene el edificio y lo endereza. El Papa, maravillado por la proeza se le acerca, lo mira a los ojos, lo descubre y comienza a comprenderlo.

Francisco sale del sueño sacudido por el chisteo de una lechuza. Es medianoche. Por la hendidura ingresa la luz argenta de una menguante luna que bosteza. Abre los ojos. Siente que debe viajar a Roma y contarle al Santo Padre de la Regla de vida para sus hermanos menores, aunque parezca severa para los que están acostumbrados a vivir en la opulencia. No debe preocuparse. El Señor le hablará a Inocencio III proyectándole aquel sueño y podrá reconocer su sinceridad.
Francisco se llena de alegría. ¡Eso es! ¡Gracias, Señor! ¡Aleluya! ¡Alabado seas, Señor!

 

Detengo la mano. Trazo un punto final y le digo a mi mujer que es hora de dejar la hermosa ciudad de Francisco y de Clara, de lo contrario llegaremos a Florencia de madrugada y tal vez no encontremos hotel. Ella, dice que prefiere quedarse en Asís y volver a visitar las grutas por la mañana.
 
(*) Este cuento es parte de mi libro: "Cuentos de la bella italia". Todos los derechos reservados. © Copyright 2011 Jesús María Silveyra. info@jesusmariasilveyra.com.ar
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