Jesús María Silveyra

martes, marzo 21, 2006

"Los mártires de Argelia"

Como lo señalo en mi libro “Los mártires de Argelia”, cuando me enteré por boca de Dom Bernardo Olivera, Abad General de la Orden, del asesinato de los siete monjes trapenses ocurrido en Argelia en 1996, el hecho me conmovió. ¿Por qué? Simplemente por el hecho de que hubiese cristianos, en las postrimerías del siglo XX, que estuvieran entregando su vida por Cristo y por el Evangelio (más allá de que provinieran de una Orden religiosa con la que yo estaba tan ligado afectivamente, por mi cariño hacia Bernardo y a la comunidad argentina de Nuestra Señora de los Ángeles).
En una palabra, me impactó el hecho de saber que existía gente comprometida que amaba a Dios hasta el extremo de dar su vida por el amado, mientras por otro lado, tantos católicos huían de la Iglesia porque parecía que el fuego del Espíritu se había apagado. Pero los trapenses recorrían el camino de la entrega mediante un testimonio muy particular. Habían sido advertidos por las autoridades oficiales de Argelia (que era peligroso permanecer en el monasterio de Tiribine), por la Orden a través del propio Dom Bernardo (quien los había autorizado dejar el monasterio cuando lo consideraran necesario) y hasta por los propios fundamentalistas (a través de un comunicado dado a conocer públicamente pidiendo a todos los extranjeros que salieran de Argelia). Sin embargo, ellos optaron por quedarse y correr los riesgos. ¿Por qué? Por múltiples razones, entre las que podrían destacarse: el voto de estabilidad (permanecer en el monasterio hasta la muerte, aunque tuvieran la dispensa), continuar dando testimonio de la presencia de Cristo en el lugar (una colina de los montes Atlas, donde las campanas iban marcando la liturgia de las horas), la relación con la comunidad musulmana de los alrededores (que no eran fundamentalistas y algunos de los cuales trabajaban en el monasterio), el apostolado interreligioso que irradiaban (a través de los grupos de diálogo) y el amor por Argelia (donde los cristianos son una pequeña minoría y, justamente, el hecho de ser minoría ahonda el misterio de la evangelización). En mi modesta opinión, todo se resumiría en decir que se quedaron por amor a Dios y al prójimo (que en esta caso, eran los próximos).
Cuando comencé a realizar la investigación (en base al material que me suministraba Dom Bernardo) una de las cosas que más me impactó, fue aquella frase que acompañaba el escudo del monasterio: “Todo terminará bien, ¡aleluya!”. Frase de la mística inglesa Juliana de Norwick, que los monjes fundadores de Tiribine habían escogido. Racionalmente, encerraba una contradicción, ya que la mayoría de sus ocupantes terminarían degollados. Sin embargo, leída con ojos contemplativos, es decir, con ojos humanos pero en frecuencia o mirada divina, encerraban una gran verdad... Todo terminaría y terminó bien. Dieron testimonio hasta entregar la propia vida y el Padre, por ese gran amor donado, los habrá ensalzado revelándoseles cara a cara.
El testamento del abad de Tiribine, Christian de Chergé, anticipa algo en sintonía con esta mirada contemplativa, cuando refiriéndose al posible enemigo que le llegara a quitar la vida (fue escrito antes de que ocurrieran los hechos) se refiere al encuentro en el paraíso y la contemplación del otro en el rostro de Dios. Dicho testamento espiritual del padre Christian no tiene desperdicio y debería servir de elemento catequístico a la hora de hablar del perdón humano, en tiempos en los que la pastoral sobre la reconciliación y la misericordia resulta fundamental. Si a ello, le sumáramos la lectura del diario del hermano Christophe (verdadero proceso de abandono en la voluntad divina), contaríamos con material importante para ligar la capacidad de perdón con la de donación y entrega a Dios. Prueba de ello, unos versos de Christophe: “La llama se ha inclinado, la luz se ha ladeado... Puedo morir y heme aquí”.
Acá les comparto el Testamento de Dom Christián de Chergé (para más información remitirse a mi libro: “Los mártires de Argelia – Ediciones Paulinas, Buenos Aires, Argentina).

TESTAMENTO DE DOM CHRISTIAN DE CHERGE
(Abierto el Domingo de Pentecostés de 1996)


Cuando un A-Dios se vislumbra…..

Si me sucediera un día -y ese día podría ser hoy-
ser víctima del terrorismo que parece querer abarcar en este momento
a todos los extranjeros que viven en Argelia,
yo quisiera que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia,
recuerden que mi vida estaba ENTREGADA a Dios y a este país.
Que ellos acepten que el Unico Maestro de toda vida
no podría permanecer ajeno a esta partida brutal.
Que recen por mí.
¿Cómo podría yo ser hallado digno de tal ofrenda?
Que sepan asociar esta muerte a tantas otras tan violentas
y abandonadas en la indiferencia del anonimato.
Mi vida no tiene más valor que otra vida.
Tampoco tiene menos.
En todo caso, no tiene la inocencia de la infancia.
He vivido bastante como para saberme cómplice del mal
que parece, desgraciadamente, prevalecer en el mundo,
inclusive del que podría golpearme ciegamente.
Desearía, llegado el momento, tener ese instante de lucidez
que me permita pedir el perdón de Dios
y el de mis hermanos los hombres,
y perdonar, al mismo tiempo, de todo corazón, a quien me hubiera herido.
Yo no podría desear una muerte semejante.
Me parece importante proclamarlo.

En efecto, no veo cómo podría alegrarme
que este pueblo al que yo amo sea acusado, sin distinción, de mi asesinato.
Sería pagar muy caro lo que se llamará, quizás, la “gracia del martirio”
debérsela a un argelino, quienquiera que sea,
sobre todo si él dice actuar en fidelidad a lo que él cree ser el Islam.
Conozco el desprecio con que se ha podido rodear a los argelinos tomados globalmente.
Conozco también las caricaturas del Islam fomentadas por un cierto islamismo.
Es demasiado fácil creerse con la conciencia tranquila,
identificando este camino religioso con los integrismos de sus extremistas.
Argelia y el Islam, para mi son otra cosa, es un cuerpo y un alma.
Lo he proclamado bastante, creo, conociendo bien todo lo que de ellos he recibido,
encontrando muy a menudo en ellos el hilo conductor del Evangelio
que aprendí sobre las rodillas de mi madre, mi primerísima Iglesia,
precisamente en Argelia y, ya desde entonces, en el respeto de los creyentes musulmanes.
Mi muerte, evidentemente, parecerá dar la razón
a los que me han tratado, a la ligera, de ingenuo o de idealista:
“¡qué diga ahora lo que piensa de esto!”
Pero estos tienen que saber que por fin será liberada mi más punzante curiosidad.
Entonces podré, si Dios así lo quiere,
hundir mi mirada en la del Padre
para contemplar con El a Sus hijos del Islam
tal como El los ve, enteramente iluminados por la gloria de Cristo,
frutos de Su Pasión, inundados por el Don del Espíritu,
cuyo gozo secreto será siempre, el de establecer la comunión
y restablecer la semejanza, jugando con las diferencias.
Por esta vida perdida, totalmente mía y totalmente de ellos,
doy gracias a Dios que parece haberla querido enteramente
para este GOZO, contra y a pesar de todo.

En este GRACIAS en el que está todo dicho, de ahora en más, sobre mi vida,
yo los incluyo, por supuesto, amigos de ayer y de hoy
y a vosotros, oh amigos de aquí,
junto a mi madre y mi padre, mis hermanas y hermanos y los suyos,
¡el céntuplo concedido, como fue prometido!
Y a ti también, amigo del último instante, que no habrás sabido lo que hacías.
Sí, para ti también quiero este GRACIAS, y este “A-DIOS” en cuyo rostro te contemplo.
Y que nos sea concedido reencontrarnos, ladrones bienaventurados,
en el paraíso, si así lo quiere Dios, Padre nuestro, tuyo y mío. ¡AMEN!

Argel, 1 de Diciembre de 1993
Tibhirine, 1 de Enero de 1994
Christian de Chergé.

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